La mujer que decidí ser





Nunca supe cuando empezó todo. Quizás a los seis años cuando, tras subir al roble del parque, me dijeron que con un vestido no podía hacer esas cosas, así que renegué de esa prenda. Más tarde me explicaron, con tono condescendiente, que las niñas no jugaban de esa manera. «Pues no soy más una niña» decidí. Las decepciones llegaron más tarde, cuando me di cuenta de que el mundo no funcionaba así. Los adultos siempre complican las cosas.

A pesar de no saber cuándo empezó todo, sí puedo recordar que yo un día soñé con la libertad; soñé con su olor a tierra húmeda, su tacto arenoso escapándose entre los dedos y su melodía como un millón de cascabeles. Desde entonces no he podido dejar de buscarla; por su culpa he perdido tanto persiguiéndola y gracias a ella he ganado tanto alcanzándola. Me resulta imposible arrepentirme lo más mínimo de cada paso que he corrido tras ella.

Hoy soy la mujer que soy porque una vez esa niña decidió seguir subiéndose a los árboles, decidió ser la decepción de tantos, y es posible que la vida consista precisamente en eso: fallarles a los demás para no decepcionarte a ti misma.

Ahora, cuando paseo por el parque, de vez en cuando digo en voz alta «¡qué buen árbol para trepar!» mientras paso cerca del viejo roble y, en los días de suerte, alguna niña lo mira con ojos de aventura, mientras yo sonrío para mis adentros. Cuando sueñas con la libertad ya no hay vuelta atrás.

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